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Toma, completa el cubo de Rubik [Sobre «Climax» (2018) de Gaspar Noé]

  Estás sentado; frente de ti, sobre la mesa, hay un cubo de Rubik. Sólo puedes ver el lado frontal del cubo. No puedes moverlo; ni tocarlo. Pero si te levantas, podrás ver un lado distinto; el lado de visión paralelo al suelo. Si continúas moviéndote, mirarás los lados faltantes. Pero, hay un lado que no podrás ver: el que está boca abajo, en la mesa. Así es «Climax» de Gaspar Noé. Un Rubik que no puede ser tocado. Completado —y que no quiere serlo—. La cinta es clara. Pero, solo en una cosa: está escrita y filmada basada en sucesos reales. Pero, parece no estar dispuesta a contar algo. Sino, en mostrar. Gaspar Noé. Es cierto que los personajes hablan —y bailan— en lugares distintos del edificio, tanto que sorprende que los otros no escuchen. ¿Qué tan grande se hace la habitación, el hogar como para no sentirnos tan cercanos con el otro aún de que las voces en el espacio son audibles? El baile inicial, tras terminar el prelude de la cinta, donde los entrevistan, parece no tener mu...

Sueños de neón [Sobre 'Lost in Translation' (2003), de Sofia Coppola]

¿A dónde van las personas con los corazones rotos? Quizá a una ciudad basta, quizá a una ciudad con más de veinte millones de almas que pululan sin rumbo, que bailan, que retozan como en un sueño. Quizá lo cierto sea que estamos perdidos, que toda nuestra generación flota a la deriva, desconectada del mundo, enjaulada en jaulas de puertas abiertas. Si no, ¿cómo explicar el encuentro entre un hombre en sus cincuenta y una muchacha en sus veinte, dos extraños que, en lugar de llenar el vacío con palabras, optan por el silencio, por el lenguaje de las miradas, de los gestos mínimos, de lo que se dice sin pronunciarse?

En Lost in Translation (2003), la ciudad se convierte en un espejo de esa dualidad: de un lado, la megalópolis nocturna, vibrante y caótica, donde Charlotte (una jovencísima Scarlett Johansson de apenas dieciocho años y que aparentaba veinticinco) y Bob (Bill Murray, el de siempre) se pierden como niños que juegan a escapar de la realidad; del otro, los templos silenciosos y los vestigios de una tradición nipona que los confrontan con la inescapable verdad de sí mismos. Tokio es un espacio entre mundos, una burbuja donde lo improbable sucede: una amistad, un romance suspendido, una pausa en la vida de dos desconocidos que, sin saberlo, se están salvando mutuamente. ¿Acaso no es eso el amor?

Sofia Coppola filma con la precisión de quien entiende que la soledad no siempre es inevitable, pero sí trágica. La historia sigue a Bob Harris, un actor en declive que llega a Tokio para filmar un comercial de whisky (¿aprovechando el viaje para escapar de un matrimonio que ha perdido el brío, de una familia que lo agobia?), y a Charlotte, una recién casada que acompaña a su esposo fotógrafo mientras este trabaja (¿buscando una conexión que ya sabe inexistente, iniciando su autodescubrimiento post juvenil?). En un país ajeno, donde el idioma es un muro y la cultura se siente inalcanzable, ambos se encuentran en el mismo hotel de lujo (que no nos engañemos, esta peli va de gente rica), compartiendo un insomnio silencioso y la sensación de estar a la deriva. Entre noches de conversación, bares de karaoke y paseos por la ciudad, construyen una conexión íntima, un refugio en el que no hay promesas ni expectativas, solo la certeza de que, por un instante, no están solos.
La ciudad los envuelve, pero nunca los absorbe del todo. Tokio es un escenario, una postal vibrante que a veces parece mirar de reojo a los protagonistas sin tocarlos realmente. Coppola refuerza esa idea con su puesta en escena: planos abiertos en los que Bob y Charlotte se pierden entre la multitud, luces de neón que iluminan su aislamiento, una banda sonora melancólica que parece flotar en el aire como un eco de lo que no se dice (al inicio Girls, de Death in Vegas y al final Just Like Honey de The Jesus and Mary Chain). Y es que, en el fondo, esta es una película sobre lo que no se dice.

Coppola nos dice que la burbuja no puede durar, que la vida se impone, como siempre. Sin embargo, también deja un halo de esperanza, como los sueños que insisten en quedarse unos segundos después de despertar. Casi al final, Bob le lanza a Charlotte un “no me quiero ir” y ella responde con un “quédate y formemos una banda de jazz”. Es un juego, una broma compartida, pero detrás de la risa se esconde la tristeza de saber que esa posibilidad es solo un espejismo. Porque Lost in Translation es una película sobre lo efímero, sobre la belleza de lo que no puede quedarse, pero que deja una ventana abierta. Como ese último susurro que Bob le dice al oído antes de partir, una frase que nunca escuchamos (aunque algunos avezados del audio creen que susurra: “Tengo que irme, pero no dejaré que eso se interponga entre nosotros. ¿De acuerdo?”), pero que, al final, tampoco necesitamos oír. Al menos yo, bien pudiera quedarme con la frase de aquella historia de Amenábar que interpretaran Tom Cruise y Penélope Cruz: “Te veré en otra vida, cuando ambos seamos gatos”. Porque, al final, eso es lo que hacen Bob y Charlotte: aceptar que, de momento, su historia no tiene continuación, que su conexión pertenece a ese paréntesis en Tokio, pero que, en algún lugar del mundo, en otro tiempo, en otro cuerpo, en otra vida, tal vez, podrían encontrarse de nuevo.

Ficha técnica:

Título original: Lost In Translation ("Perdidos en Tokio" para Hispanoamérica)
Dirección: Sofia Coppola
Producción: Sofia Coppola, Ross Katz
Guion Sofia Coppola
Música: Kevin Shields, Air, Brian Reitzell y Roger Joseph Manning Jr.
Fotografía: Lance Acord
Montaje: Sarah Flack
Vestuario: Nancy Steiner
Protagonistas: Bill Murray, Scarlett Johansson
País: Estados Unidos y Japón
Año: 2003
Estreno: 3 de octubre de 2003 (Estados Unidos)
Género: comedia dramática
Duración: 105 minutos

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